Se cantaba jacarandosamente, se bailaba, se reía. Y los hombres, recibidos con aquella alegría, de la emoción de haber visto a Dios en ese reencuentro de familia reunida, acababan por olvidarse de él, al ser tratados como ídolos verdaderos por su tribu. Y luego, eran ellos los que se sentían tan espléndidos que de ahí a la sensación de omnipotencia poco les faltaba. Así, eran capaces de repartir regalos entre todo el pueblo. Casi parecía como si los maravillosos regalos se multiplicaran en sus manos. Pero a veces, los regalos avasallaban por su esplendor, y si llegaban al punto de querer comprar a más de una mujer joven, entonces las viejas desconfiaban. Y se empezaba a cuchichear de choza en choza.
¿Qué han podido hacer los hombres que vuelven de repente tan ricos? Ciertas viejas con fama de neuróticas no habían olvidado lo sanguinarios que pueden llegar a ser algunos hombres, sobretodo los jóvenes. Parecía que aquellas viejas no querían olvidarse de la guerra. Eran como la pesadilla de la tribu, su pesadilla viviente. Impedían que las jóvenes disfrutaran, y sobretodo, podían llegar a romperte los dientes como te vieran beber alcohol.
Pero en casa, en la suya, no había hombres. Su abuelo, y su padre habían muerto. Y los jóvenes, sus dos primos mayores habían emigrado, y el tío Comboni, el hijo pequeño de la abuela, antes que ellos.
Ninguno de ellos había podido regresar aún.
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