En su casa no había
hombres. Si ella, o cualquiera de sus hermanos se quedaba dormida fuera del
catre, era su madre siempre quien los llevaba a la cama.
La joven niña no podía ver una sola muñeca de las
que dejaban por ahí tiradas sus hermanas pequeñas, o las niñas de los vecinos,
todas blancas curiosamente, no podía verlas tiradas, desnudas. A ella no le
gustaban las muñecas; perecían lo que eran: cuerpos sin vida: Pero cuando veía
asomando una cabeza con la cabellera entremezclada con la tierra de la calle, o
unas extremidades rígidas y desnudas con unos ojos tiesos azules mirándola
fijamente, tenía entonces que recoger al muñeco en su regazo, hacerle un
arrebujo con un trozo de tela vieja, y con unas cuantas hojas y flores de olea hacerles
una cuna.
No. En su casa no
había hombres. Pero por lo menos había mujeres para cuidar a los niños. En
otras casas tampoco había madres, sólo abuelas con niños de piernitas muy delgadas y vientres hinchados a su cuidado, niños y niñas sucios y con muy
mala pinta.
En el pueblo no
había hombres casi, se repetía Allí. Y su cabeza no paraba. A veces había
fenómenos que la inquietaban tanto que hasta dormida le daban vueltas en el
pensamiento… Su abuelo, y su padre habían muerto. Y los jóvenes, sus dos primos
mayores emigraron detrás de Comboni, su tío el menor. Ninguno de ellos había podido
regresar aún. Además, Comboni tardaría en volver. No tuvo suerte. Y en España
se confundieron de destino cuando le dijeron que aquel avión le llevaría de
vuelta a su país. ¡Cómo no iba a estar amargada la abuela! Comboni era su
preferido. Y todos esperaban que tarde o temprano volviera como salvador de la
familia.
Respecto a su
madre. Tenía recientemente un pretendiente. Por la mañana, nada más despertarse
pensó que aquel tipo forzudo había sido quien la había cogido en brazos y la
había metido en la choza. Por eso cuando dijo “¿No habrá sido ese?” Su madre le
había contestado con lo de “¿Quién si no yo? Niña estúpida” Porque a ella no le
gustaba aquel tipo gordo.
El día anterior,
que fue viernes, su madre le había gritado mucho. “¡Me tienes harta!” “¡No me
ayudas nada! Todo era culpa de ella. Pero ¿Quién se encargaba de recoger los
pocos restos de la comida para dárselos a las gallinas? Y ¿Quién era la que
tenía que ir a buscar cada atardecer la leña para el fuego, para tener un poco
de luz y calor a la noche? La abuela era quien cuidaba el hogar; pero también
estaba en cima de ella: “Faltan palos” decía, y ya la veías a ella tener que ir
a buscar cualquier cosa con la que prender el pequeño fuego, ese que arde tan
lentamente y parsimonioso cuando está a cargo la abuela. Ni suena, ni crepita,
ni calienta.
Era mentira que no
hubiera leña, era mentira que ella no ayudara. Todo había sido porque el
pretendiente había regresado. El pretendiente era fuerte y grande, alto como
los otros hombres que ella ya no veía nunca; pero por lo que se acordaba casi
todos eran más altos que ella… Y él, el pretendiente de su madre era todavía más
grande de anchura, y más gordo de lo normal. Tenía la piel casi clara porque
había estado varios años en Europa, y también más tirante y fuerte la barbilla, conservaba todos los dientes. Mamá
quería quedarse sola con él. Por eso luego se enfadaba si no le daba tiempo de
hacer todo lo que tenía que hacer. Aquel tipo la distraía mucho. Pero era casi
rico. Había estado en Europa trabajando casi diez años. Y luego al volver,
había comprado campos, y plantado chufas para proveer una fábrica de horchata
que tenía en la ciudad. La bebida era dulce y buena. Nunca, antes, ninguna
persona de su país había probado horchata anteriormente. Por eso se atrevió incluso a
ponerle otro nombre al refresco, tan exquisito, blanco y tónico, y dulce, pero
fresco, muy dulce… Y bautizó a la horchata aquel hombre atrevido, con el nombre
de Leche de África.
Allí se levantó
porque ya era la hora de estar levantada y tenía sed.
En el norte de la choza había unas calabazas colgadas como
cantimploras. Allí bebió un poco de té frío a sorbitos muy pequeños, de la suya.
En casa de la
abuela, el hombre machacador de chufas se comportaba con respeto. Pero a ella
seguía sin gustarle, y por mucho que se esforzara en sonreír no podría
reemplazar a su propio padre.
Pero Mamá,
recordaba despectivamente a Papá.
Decía Mamá que
aquel hombre había sido un vago y un sinvergüenza, además de un cobarde. Que un
día consiguió no sé qué armas, y se juntó con otros tan envidiosos, tan
ambiciosos, cobardes y borrachos como él. Y desapareció con aquellos bandoleros
cerca de la foresta fronteriza, a atemorizar, y a robar a pobre gente indefensa
como la propia familia que dejaba atrás. A su madre no le daba vergüenza
reconocer cómo se había equivocado con aquel indeseable. Pero ella era la hija.
Allí estaba
mareada.
En la cantimplora
de su hermano pequeño había seguramente horchata.
Allí cayó en la
tentación de echarle sólo un sorbito. Estaba riquísimo. Luego otro, muy
pequeño. Y ya no quiso beber más. Pensó que
la abuela podía darse cuenta si ella se lo bebía todo. Luego también pensó que
su hermanito pequeño era muy propenso a tener lombrices porque estaba siempre cogiendo
todas las cosas que encontraba por el suelo. Y así ya se le quitaron las ganas.
Mamá había vivido
escondiendo su miedo mucho tiempo. Eso fue lo que Mamá le dijo a la abuela. Temiendo
posibles represalias derivadas de las maldades que aquel hombre iba haciendo por
doquier ¿Quién le decía a ella que los
demás no pensaban que ella era igual que el marido? Mamá era miedosa. Allí la
recordaba miedosa siempre. Hasta que apareció el pretendiente y todos sus hijos
empezaron a hacerle preguntas, y ella desahogó su corazón. Luego nació su
hermano pequeño. La niña estaba segura de que ese hermanito era hijo del
horchatero. No sería pecado quitarle un poquito de horchata de su cantimplora,
antes de que esta se pusiera ácida.
Además, seguro que Mamá a la vuelta del mercado, vendría con horchata fresca.
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