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La basura y yo... Y el caso del militar, y la mesa que no era de Ikea.

VICISITUDES DE UNA DIÓGENES DE HOY EN DÍA

CAPÍTULO II


  He de confesar que desde la niñez me ha encantado el cambiar las cosas de sitio, y  puede que me haya pasado un poquito, lo reconozco, haciendo pensar a mi pobre madre_ primera víctima_ que sufría de desmemoria precoz. Si embargo hay algo en mí, algo que no puedo evitar  que hace que nunca me conforme con la ubicación de los objetos de mi entorno. Con cuatro años sacaba los colchones de lana de las camas y los arrastraba hasta el balcón para a sí ver la calle desde mi posición predilecta, echada. A los  siete años no es que sacara de quicio a mi madre, ¡es que sacaba  las puertas del quicio! Luego la echábamos sobre el suelo y nos subíamos a ella y nos balanceábamos mi hermana y yo para uno y otro lado por efecto de la manilla, y jugábamos a que estábamos en una barca en alta mar. Creo que mi madre me odia todavía por aquellas movidas que me traía en la infancia.
  Luego está mi hijo el militar_ mi segunda víctima parece ser_ Ya de niño tuvo una vez una pesadilla, tendría unos 9 u 11 años y soñó que su madre estaba cambiando de emplazamiento el mobiliario público (bancos, papeleras, semáforos, y hasta de alcorque algún que otro árbol);  lo que no sabe es que no es la primera vez que muevo un contenedor de basura para darle la vuelta.. Mucha gente los mueve para poder aparcar. Yo lo hago pensando en prevenir futuros atropellos, y es que el pedal que levanta la tapa del contenedor tiene que estar por la parte de la acera, y no por la parte de la carretera.

   Ahora, hablando de contenedores de basura, entramos ya directamente en el tema que da título a esta historia. Desde los nueve años no conozco a nadie de mi familia que tire la bolsa de basura,, ni mi padre, que ya falleció, lo hacía, ni mi madre que quizá se crió como una niña fina, y se lo hacían otros, ni mis maravillosas limpísimas y ordenadas hermanas. Yo era la mayor. Había que bajar la basura de noche, bajar cuando pasaba el camión. Yo he conocido esos tiempos.Así que bajaba menda mientras mi madre hacía la cena, y mis hermanitos cenaban, y se cogían las tajadas más buenas. Entonces, le daba el cubo a uno de los operarios que iban de pies, asidos a la parte trasera del camión;  sin bolsa ni nada, y  lo vaciaban. El cubo siempre olía mal, a no ser que lo lavaras. Mi madre me enseñó también a lavar el cubo para que no oliese.

   Luego empezaron a ser demasiado baratas las bolsas de plástico, y la gente se acomodó a ellas.
  Cuando oía el camión de la basura, cogía el cubo y lo bajaba, era la única niña de la calle. Solían ser hombres o mozalbetes, o alguna que otra  ama de casa quienes bajaban la basura de las otras casas, niñas, la única de la calle, yo.  Cuando aquello había una farola  cada 300 metros, no es como ahora, que para leer por la noche no tienes más que ponerte al lado de la ventana. Odio las luces nocturnas.

   Recuerdo la sensación de peligro, de que alguien quizá pudiera raptarme. Todo estaba bastante oscuro. así que buscaba la sombra para que nadie me viera, y bajaba  corriendo, y subía corriendo. Pero me acostumbré de tal manera.a aquella obligación,  que terminó por ser la rutina que marcaba el principio de la noche, Y si acaso una noche llegaba tarde  a casa, y el camión de la basura había pasado ya, entonces no sé porqué, ya  no podía dormirme.
Echaba de menos el irme a la cama después de lavar el cubo, y lavarme yo, las manos y poco más, y oír desde la cama, con la luz apagada de la habitación, y el claro de luna entrando entre las contraventanas, y los lejanos reflejos de las luces naranjas giratorias lanzando tenues fogonazos contra las paredes y techo de mi cuarto, oír como se alejaba el camión de la basura, sus paradas cada 100 metros, el ruido metálico de  la maquinaria que apelmazaba los residuos después de volcarlos y  pasarlos a través de sus mandíbulas de hierro. Y este era ya un camión de la basura de los modernos, ochentero, porque el de mi pre-adolescencia, ese no tenía trituradora.

   Recuerdo especialmente a un operario joven, alto, y  de cara colorada. Enfundado en el mono verde prado, siempre sonreía cuando te daba de vuelta el cubo después de vaciarlo; Pero no decía nada. Ninguno hablaba, supongo que entre otras cosas evitaban abrir la boca y respirar más de aquel olor nauseabundo. O quizá no hablaban, porque era de noche, y no se podía molestar a los vecinos que sentían la llamada de Morféo o que ya estaban dormidos. Yo sabía que el trabajo de aquellos hombres era uno de los más importantes para una humanidad  reducida a vivir en centros  urbanos.

   Y aquí empezaría, digo yo, mi admiración por los recogedores de basura.



                                                                                                                                Continuará....

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