VICISITUDES DE UNA DIÓGENES DE HOY EN DÍA
CAPÍTULO III
No es lo mismo ser basurero que hombre de la basura. Hombres de la basura son los que van en el camión, desde el conductor a los auxiliares que van a la parte de atrás, ahora enganchando los contenedores, antiguamente cogiéndote el cubo, vaciándolo de desperdicios, y devolviéndotelo después. Hay que tener pericia para eso. Mi hombre de la basura era joven alto y rubicundo, su color era rojo como si estuviera dándole el sol todo el día, y no lo entiendo porque poco sol, sólo la luz de los crepúsculos, recibía. Su jornada laboral, como la de cualquier hombre de la basura en cualquier parte del mundo, empezaba con el crepúsculo de la tarde, y acababa con el de la mañana. Y así me lo imagino: Llegando a casa, dorado su pelo rubio con los primero rayos del sol, acariciados por los largos, rosados y tiernos dedos de la aurora, como diría Homero, y dejando detrás el olor pestilente. El mono verde y las botas de goma que lleva en una bolsa supongo que van derechos a un balde de agua, y después a la lavadora con bien de desinfectante, mientras él se da la obligatoria ducha.
Mi hombre de la basura aún no se ha jubilado, es poco más mayor que yo. Empezó muy joven a trabajar en este trabajo, y siguió mientras a mí me encaminaban a hacer estudios superiores. Hoy en día el suyo es un envidiado puesto de trabajo, y yo con toda mi preparación he terminado siendo una diletante que cada día tiene un trabajo distinto; de dar clases de inglés a cuidar viejitos, de limpiar chalés por horas a escribir un blog, de tocar el piano en un pub los jueves a pintar un retrato.
Mi noble hombre de la basura fue mi primer amor platónico. Si no os lo he dicho antes os lo digo ahora.
Un día, tal mes como hoy, hace ya más de 40 años, tendría yo 12 años y estaba camino de la pubertad, entonces el camión de la basura se paró unos seis metros más adelante de mi portal. Imagino que a esas alturas del verano estaba yo remolona, y cuando bajé a afrontar mi obligación de cada noche, ya pasaba de largo, y grité...
_ ¡ESPEeReeen! ¡Esperen por FavOoor!_ Y fueron tan amables... Primero el conductor que frenó y paró y luego él, esa fue la vez que le vi más cerca, que de dos zancadas, estaba ya a un paso mío, me tomó el cubo, arrojó en un santiamén los desperdicios en la boca del monstruo, me devolvió el cubo, y se volvió a asir a la trasera del camión con un salto ágil y rápido, y todo en cuatro, cinco segundos. Fue como un sueño. Y el sueño siguió. A partir de ese día yo ya no tenía que ir hasta la esquina. El camión paraba justo seis metros adelante de mi portal. Bajar la basura se convirtió en algo así como tener una cita fugaz con mi hombre de la basura, el joven de la cara roja y sonrisa amplia.
Una noche me peiné la coleta alta, a lo cola de caballo, y me puse un vestido blanco de loneta. Me quedaba maravillósamente bien aquel vestido, haciéndome más alta y esbelta, y disimulando todas las incipientes redondeces de mi cuerpo. Aquella noche, brillando en la oscuridad con mi vestido blanco, me declaré a todas luces y un tremendo bochorno iluminó súbitamente mi cara cuando el joven hombretón, sonrisa aun más brillante, tomó mi cubo de basura al que sólo le faltó que yo le hubiese puesto un lazo para declarar mi oculto deseo de acercarme más a él. ¿Me robó un beso furtivo en el zaguán o fue todo una fantasía?
Sólo sé que me fui plácidamente a la cama, que no lavé el cubo, que en el fondo del envase allí se quedaría alguna que otra cáscara de cebolla pegada, y dos o tres espinas del chicharro de la noche anterior...Yo me dormí dulcemente mientras me mecía en el lejano traquetéo, en las rítmicas y aparatosas paradas del camión de la basura cada vez más lejano, hasta deshacerse en un murmullo fundido entremezclado con los chillidos de las primeras gaviotas de la mañana, las que seguían al camión hasta el vertedero.
Allí en el vertedero fue la desgracia, una de las más horribles vividas en nombre del desarrollo y la sociedad de consumo. Las bolsas de plástico, los envases no retornables se estaban extendiendo cada vez más, provocando el que las montañas de basura fueran cada vez más ingentes allí en el vertedero, impidiendo por otro lado el que los detritus se apelmazaran debidamente. Los hombres de la basura ya no podían arriesgarse a subir por la montaña por miedo a hundirse irremesiblemente en la muelle y falsa base de la basura cada vez más mortal y pestífera. Las gaviotas eran los primeros seres en desgarrar el plástico de las bolsas, y allí subían corriendo luego las ratas. Trabajar en el vertedero era cada vez más horroroso,la montaña crecía exponenciálmente, y no había forma humana de tapar la basura como antiguamente se hacía, con arena o ceniza. El aire pestífero del vertedero llegaba hasta la capital, en treinta kilómetros a la redonda las casas de campo empezaron a malvenderse.
No había pasado un año desde mi noche de ensueño cuando el camión volvió a parar sólo en la esquina. Ya daba lo mismo bajar antes o después. Las bolsas de basura se acumulaban unas en cima de otras dentro o al lado del contenedor que puso el ayuntamiento. Ahora la recogida era más rápida: pero el trabajo en el vertedero mucho más arduo. Mi hombre empezó a perder su sonrisa.
Cada vez era menos la gente que venía a comprar el vino y la gaseosa a la tienda. Mis padres tenían una tienda de comestibles, y el patio trasero era un amasijo de jaulas y cascos de vidrio. Yo también era la encargada de ordenar todo aquello, mientras mis hermanas hacían sus deberes, dicho sea de paso, y luego se pasaban todo el día acicalándose, a parte de echar una mano en el mostrador en las horas punta y envidiar las clases de balé a las que asistía una vecinita nuestra que ya desde su niñez usaba perfume. Mamá ya no podía pagar clases de piano, ni de balé tampoco. La gente se lanzaba a hacer la compra en los grandes supermercados.
Pero aún aguantábamos abiertos, y a las horas de menos venta, solía mandarme mi madre al mostrador, mientras ella preparaba la comida, ya tarde. Ahí es donde yo me acostumbré a leer el periódico. Hacía tiempo que ya no veía al joven alto, noble, de cara roja, el que quizá pudo haberme robado un beso; pero nunca jamás lo hizo, fui yo quien lo soñé. Ya ni me acordaba de él.
Entonces lo leí, la noticia horrible del corrimiento de varias toneladas de basura en el vertedero, y de como tres operarios habían perecido aplastados, enterrados vivos bajo aquella masa de despojos inmundos, de porquería infernal. Y volví a acordarme vivamente de él, e indeleble, su imagen se gravó en mi pensamiento.
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