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LOS MALOS VECINOS

 




    Amas a los árboles porque entre sus innumerables virtudes te gusta su sombra. Luego plantas un árbol siempre que puedes, puedes,  y te lo permiten. Mi amarga experiencia, no sé si darle cuerda o no, me es tan pesarosa el recordarla, que me pregunto qué es lo bueno que podría aportar a los demás. Esos tristes recuerdos respecto al tema de la replantación, cuando la afrontas por libre, se remontan a aquel año en que a cada uno de mis hijos le dieron una catalpa en la escuela. Son árboles de hojas acorazonadas, grandes como paipáis. El objeto era plantar las catalpas antes de que acabaran secándose en su macetita de plástico. La catalpa no es oriunda de nuestras tierras; Pero debe de ser muy fecunda, fijaos en sus vainas, es una leguminosa y hubo plantones para todos y cada uno de los pequeñuelos del cole. Nuestras catalpas acabaron siendo plantadas furtivamente, una a cada uno de los lados de esos caminos tan poco transitados que unen una aldea con otra, aquí, en algún lugar de esta tierra, denominada Región de Ca. Carlos, el marido de una de mis mejores amigas, la cual se dedicaba en ese tiempo a dinamizar el turismo rural,  me garantizó, aprovechando una de las rutas que organizaba sus esposa, me garantizó que aquella paradita para cavar los hoyos donde asentar nuestros arbolitos, sería fructífera, y que a lo más seguro estos prosperarían. Sin embargo, veinticinco años después cada vez que salta una de esas alarmas por incendios forestales en la zona, no sé si acabar angustiándome mientras me imagino cada una de las hojas de nuestros árboles ardiendo de forma mala, o sentirme culpable de una vez por todas. Algunos dicen que hay proliferación de especies invasoras, otros, que no se debería de plantar arbolitos al tuntún en zonas templadas y húmedas, que son causa desafortunada de que el índice de incendios se haya multiplicado por cuatro, los más reacios a las replantaciones furtivas y aleatorias son los que dirigen la replantación de árboles exclusivamente autóctonos. Como se encuentren una palmera de arraigo espontáneo, en sus incursiones de verdor intencionado, la cargarán contra cualquier paloma que se les cruce, siempre y cuando esas palomas no sean torcaces. Aquí, en Región de Ca, cualquier semilla que cague una paloma y caiga en tierra propicia, y en tierra de nadie, prende por seguro, provocando luego largos debates sobre si se le puede dejar continuidad, a la palmera o lo que sea, o al contrario, hacerla arrancar antes de que sea demasiado tarde, invadiendo el aire que flota sobre la mísera propiedad de algún descontento, de esos con mucho tiempo libre, y a los que les gusta dar la murga  en el consistorio un día y otro.

   Así,  nuestra primera narración corta de este TRATADO sobre LOS MALOS VECINOS habla de ese tipo de hombre con mucho tiempo libre y que entre sus muchos odios incluye ese tan extendido odio a los árboles: 


                                                                La Buena Sombra.



        Un hombre tenía un campo, y en el campo una casa lindando al sur con la carretera. Los veranos eran cada vez más calurosos. Entonces, decidió plantar un árbol, un nogal que cerca de la carretera diera fruto y sombra al arcén. En el arcén aparcaban sus coches los pocos vecinos, que en ese barrio tan alejado del centro urbano, vivían sin convivir, vivían sin dirigirse la palabra el uno al otro, multiplicando cachivaches y herramientas que solo usaban dos veces al año, acumulando trastos en sus cobertizos, todo, por ser cuanto más autosuficientes. Quizá por eso nadie aparcaba en los garajes. El camión del vecino estaba allí, en la calle día y noche, y su propio coche parecía una plancha al rojo vivo cuando por la tarde, después de la fastidiosa jornada partida, tenía que regresar a abrir la oficina de correos donde trabajaba, y se veía obligado a entrar en esa jaula del infierno. Así que también se compró una bicicleta, todo por no sufrir una lipotimia viéndose obligado durante la canícula a conducir. 
    
   
   Mas pasaron siete años y su árbol teniendo buen sol y una tierra arenosa y profunda que le gustó, ganó tal porte que su generosa sombra, llegaba al mediodía a proyectarse incluso sobre la cabina del camión del vecino. Su coche estaba deliciosamente fresco. Aparcó la bicicleta- había observado cierta fobia a los ciclistas por parte del vecino- y volvió a conducir. Las noches estaban siendo demasiado calurosas. Y un pertinente viento sur llevaba soplando incansable más de tres días. Se sentía un tanto cansado para pedalear hasta el pueblo. 
   Aquella mañana, el viento parecía haber amainado. Al levantarse salió a la calle por respirar la fresca y por contemplar su hermoso árbol. Habían caído algunas hojas sobre el capó del coche, y fue a limpiarlas. Y estaba barajando la idea de volver a aparcar el coche dentro del garaje cuando un sonido molesto rompió la tranquilidad propia de esas horas. El vecino había puesto en marcha el motor del monstruo y el parabrisas de aquella amenazadora máquina de ocho ruedas aparcada permanentemente en el arcén iba y venía retirando cierto sospechoso polvillo negro acumulado sobre la luna. Luego le vio con una escoba, sacando escarabilla de hojas secas de entre los rincones que formaban los anclajes de sus grandes espejos retrovisores. Ninguno se dignó dar los buenos días al otro. El que trabajaba en la oficina de correos suspiró y se pasó la mano por la testuz al tiempo que agachaba la cabeza. Pensó que si su vecino no tenía buena cara no era culpa suya. Y arrastró la mirada por el arcén lleno de ramitas y hojas. ¡Pero cual no sería su sorpresa cuando descubrió que su nogal había empezado también a dar frutos!

   Hasta ese momento nunca hubiera sospechado el hombre que por el mero hecho de recoger nueces del suelo podía granjearse el odio y la envidia de un vecino. Salía nuestro hombre hasta la carretera ese mismo día al atardecer, a recoger las nueces cuando oyó renegar al vecino por primera vez, distinguiendo entre el galimatías que aquel profería epítetos de producción propia como "puto zorro" y "ardilla zarrapastrosa". No le dio demasiada importancia, creyendo que el vecino habría echado en falta a alguna de las gallinas de su corral. Mas, al día siguiente, coincidiendo con el inicio de una estación fructífera, cuando salió al atardecer a rebuscar entre los rastrojos del camino por ver si había más nueces desperdigadas, volvió a escuchar la sarta de insultos acompañados esta vez de algunas maldiciones: "Mal rayo te parta" "Hijo de mala madre" No te caerás de bruces y rompieras a sangrar por las narices"  "Chupatintas" "Usurero" "Muerto de hambre".


    Entonces, incorporándose le llegó al alma lo de "Chupatintas" y cayó en la cuenta de que ningún zorro ladrón de gallinas se distinguía por ser oficinista o trabajar en una humilde oficina de correos. Sintió entonces estos epítetos de una manera propia. Pero tampoco tenía ganas de enzarzarse en una eterna disputa. Se dio la media vuelta, entró en la casa, y cerró la puerta. Bien pasada la media hora, subiendo luego la escalera, oyó a través de la ventana entreabierta del rellano, ventana situada en una pared medianera,  resoplar y farfullar de nuevo a su vecino, con el que por cierto nunca había hablado en su vida. Atisbó hacia afuera levemente en la oscuridad, viendo como aquel quejoso se agachaba a la sombra del nogal, rebuscando a la luz del atardecer entre las hierbas de su propio campo, nueces, encontrando tanta abundancia de ellas, que hasta, fatigado de doblarse sobre su abultado vientre, le perlaba el sudor su rojo cuello, y tenía húmedos los cuatro pelos de su calva pegándosele en la frente. Resopló el paisano, echó mano a sus riñones y levantó la vista alzando luego el puño y profiriendo una amenaza al árbol, principalmente a una de sus ramas más altas y gruesas, la que asomaba a buena altura del muro divisor entre las dos propiedades. Aquella rama dorada al sol poniente con sus hojas verdes y purpúreas prometía futuras y nutritivas entregas que cualquier vecino, conociendo su derecho de quedarse todo fruto que penda sobre su propiedad habría agradecido.

   Pero el vecino envidioso no quería ninguna gracia que no dependiera de si mismo. Era también soberbio. 

    A la mañana siguiente, cuando el vecino incauto y accidentalmente proveedor, generador involuntario de un odio al parecer sin límites, sacó su coche del garaje para irse al trabajo, nada más alcanzar el arcén sintió como las ruedas hacían papilla de nueces a los preciados frutos de su venerado árbol, de aquellas nueces desprendidas sobre terreno equivocado.

   Calculó el "Chupatintas" que su nogal cargaba más en la rama invasora que sumando el resto. 

El árbol daba nueces sanas. Se mirase como se mirase él no le veía ningún problema. Podía aquel vecino ingrato hacer lo que quisiera con las nueces que por suerte le tocaban. Sin embargo, aún cuando por su carácter le costaba  entrar a cualquier provocación, empezó a sentir un sordo dolor en el pecho. Empezó a sentir angustia, a preocuparse por lo que le podía pasar a su árbol durante el tiempo que el no estaba en casa. Quería no pensar en ello. En el trabajo concentró su mente en los envíos y en algún que otro burofax que hubo ese día. Sabía que ninguno de esos burofaxes era para él. Nadie puede denunciarte porque tu árbol ha extendido una de sus ramas invadiendo la finca ajena. Mucho menos ninguna de las  numerosas notificaciones judiciales que entraron en aquella mañana en el maletín del cartero era para él. Él era un buen ciudadano y se sentía triste; Pero ¿Qué podía hacer? ¿Había tomado una resolución equivocada el día en que sintió el impulso de plantar un nogal en su terreno? Nuestro hombre no quería pleitos con nadie. Suspiró e intentó centrar la mente en su trabajo; Pero entonces su estómago empezó a pensar, ya que la mente se evadía. Y el sabía, lo sabía, que lo que imagina el estómago siempre se cumple.


    Cuando regresó del trabajo a su casa, alguien le habían serrado a su árbol la rama más alta y gruesa. Un verdadero afluente de lágrimas con el máximo calor y la máxima acidez de unas aguas termales que pueda soportar un cuerpo humano afloró a sus ojos. Sintió que todo el calor acumulado en el día se le subía a la cabeza. Y fue entonces cuando un agudo dolor en el brazo le impidió tirar del freno de mano.

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