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Historia de una alameda



      La alameda era aquel lugar dulce, perfecto para sumergirse al mediodía las tardes de mayo, y buscar un claro de suave y mullida hierva nada más liberarse los pasos a la salida de la escuela corriendo a descubrir ansiosa que alguien había retirado por fin las barreras que el ayuntamiento mandaba poner durante el invierno y buena parte de los meses de marzo y abril.  Puesto que se cerraba el paso a esa especie de paraíso, quizá por evitar caídas a causa de los charcos que se formaban en la temporada de lluvias. El caso es que el césped se recuperaba de tal forma que recuerdo que el día en que se abría, y antes de que empezaran a segar, a mí me llegaba el pasto por la cadera como una marea de verde esplendor. Y no eran hierbajos salpicándote gramíneas a la cara, era hierva tierna, jugosa, verde.
  
   Creo que ningún parque infantil podrá jamás hacer la felicidad de nuestros niños, al nivel de la vuluptuosidad  que yo experimentaba siendo niña.

    La alameda era lo más parecido al cielo, al cielo de Dios y de los ángeles. No era la estéril bóveda azul tan vacía, y tan silenciosa. Era la pura luz filtrándose hasta llegar a las almas, atravesando un entramado de esbeltos troncos, de ricas ramas enjaezadas de verdes brillantes, y doradas hojas, y sus grises enveses de toques purpurinos... Hojas y hojas, cada una con vida propia, tintineando en un sublime conjunto, igual que los tintines que bordean las panderetas. 

     Y yo podía escuchar aquella sutil música celestial. Así que me tumbaba bajo aquel sublime techo  donde la hierba tomaba forma de cama. Y allí me pasaba mis minutos de eternidad, porque teniendo cinco años o siete, no creo que fueran horas. Y desapareciendo de la vista de mi madre, seguro que en ese tiempo ya había más de dos y tres personas buscándome. Pero era ¡tal deleite! el perderme en el donoso juego lleno de gracias de los más lejanos y flexibles tallos que formaban aquella divina cúpula sobre mi cabeza que ¿cómo iba a contestar a las llamadas? Simplemente no las oía.

   Todo lo mundano de los ruidos de la ciudad desaparecía borrado por la inmensidad de la foresta. Y aquellos chopos me hacían mientras, todas las gracias. Se inclinaban hacia mi personilla galantes, majestuosos, caballerosos...


    
    Un día los chopos se hicieron viejos. Yo que los había conocido en todo su señorío... Y la alameda vieja fue borrada del mapa. Aunque todavía me dio tiempo de guardar más hermosos recuerdos a los que aquellos álamos plantados por nuestros bisabuelos siendo niños dieron lugar.

   Maria Rosa, una encantadora nonagenaria me contaba cómo de niñas, en los años veinte y treinta guardaban en la alameda la ropa buena tendida, toda la lencería blanca de la casa que las mujeres lavaban en la primavera, y la traían a la alameda desde el lavadero del Peregrín, un riachuelo local. Luego se secaba tendida en cuerdas que se tiraban de chopo a chopo, ahí, en la alameda, a mitad de camino entre el lavadero y las casas del Pueblo Viejo. 

    Y allí, en la alameda cuando el estallido de la guerra civil, improvisaron un centro de detención extendiendo malla metálica todo alrededor y que fue claveteada de chopo a chopo hasta formar un circuito donde unos cuantos hombres pasaron sus angustiosas horas.  

    Pero yo allí me enamoré por primera vez, generaciones después, del niño más guapo, ágil y galante que conocí. Ya tenía once años por entonces; pero no alcanzaba la altura de un cañamón femenino como para trepar por semejantes álamos para recuperar mi pelota. Entonces fue la hora, posiblemente gloriosa, de Luisvi, más bien alto para su edad, y que trepó con la gracia de un ángel para recuperar el balón que yo habría querido mandar a las nubes con tal de que los niños no me arrebataran el esférico. 

  Cuando Luisvi me entregó la pelota en las manos, ahí es cuando sentí por primera vez que hay ocasiones en que una fémina necesita a un hombre, y que hay hombres que son los amos de las choperas del mundo, siendo capaces de volar, o inventar cualquier disculpa para trascender y despegarse de la tierra.





   
   Y plantaron un jardín de exóticos árboles, que parecían recortables extraídos de un calendario japonés.
    Pero también llegó a emocionarme con el tiempo. Y me dejé embargar de la plenitud de este otro jardín, tan variado y concebido en los fluidos contrastes. Hasta que, llegando  ya a su apogeo plantan desafío al mundo los pinos del oeste, dando batalla con la solemnidad que les falta a los hombres. Entonces, cuando por fin los ojos contemplan el espectáculo de la fertilidad de los olivos reinando por el centro, y cuando en las cuatro esquinas de la antigua alameda, y que hoy todavía se llama alameda, los perujillos, y esas otras variedades de arbustos de bayas rojas alegran nuestro míseros inviernos, entonces, ya, ahora mismo, digo, se está levantando la sentencia.

  Un jardín no puede ser tan digno cuando llega a despreciar los designios de los políticos, y vive y se desarrolla por si mismo, al margen de los planes que una corporación municipal atestada de mediocres, y sus preconcebidas concepciones para el goloso terreno donde se arraigan sus raíces.


   Cuando estén cercanas las elecciones plantarán ridículas flores caras en los parterres, brezo, lavanda y tomillo como luminosa idea bordeando los innecesarios monumentos del centro, y declararán al pueblo que, la naturaleza incluso, no podría existir sin sus cálculos, bosquejos o extrañas intenciones como las de un aparcamiento subterráneo.


   El ayer lo ahogaron las sombras de la amargura. Y hoy, ya no gozo el hoy por mi inquietud. Mañana, quizá ya no exista nada, ni esté aquí yo.

   Mientras, mi cielo es aquella, la cándida visión que yo tenía de niña y el infierno la estulticia humana más el colapso, todo lleno de frenos y bocinazos.  Mas siempre quedará la salvación: la indeleble huella en la memoria de nuestra alegre infancia amueblada, guarnecida, entre otras felices cosas, al cobijo de los álamos.

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